Penosa situación la de una
infante en la cabecera del lecho de un anciano que está en sus últimos momentos
de existencia, de su cada vez más opaca mirada se adivina que recordando se
encuentra, regresan a su mente divagante, sus hazañas compartidas y sus
tragedias particulares.
Sólo la pequeña, testigo
sollozante, sabe quien esta noche concluirá su vida, será aquel que este mundo
seguramente no extrañará aun siendo soberano. En efecto, nos encontramos en las
postrimerías de la vida del Amo del Silencio.
De ahí que es fácil comprender el
porqué del esbozo de una sonrisa al principio de su agónico final, pues
indudablemente recordaría cuando no era más que un plebeyo rodeado de risas y
barullo, de niños corriendo, gritando alegremente, de palabras dulces, como
dulces fueron los besos y caricias de quien amaba. Ignorante de la soledad
propia del silencio, se encontraba en ese momento de su vida, de su feliz
existencia.
Al tiempo que avanzaba su edad,
la oscuridad crecía imperceptiblemente, desde que la dulce sensación de la
embriagante ilusión idílica lo abandonó, marchó con otro, era distinto ya el
que probaría de las mieles de los besos y caricias que alguna vez fueron de su
total propiedad, no por un dominio impuesto, sino por una renunciación y falsa
entrega voluntaria de aquella que al final no resultó más que ser la vulgar
protagonista de una farsa llamada amor.
El sigilo pues, se fue apoderando
de su vida, los niños alegres crecieron y como es natural ya no había risas y carreras
sin sentido. Como usualmente ocurre con cada uno de nosotros, la edad crece
irremediablemente y nos volvemos intolerantes a ese tipo de escándalos.
Esto le fue ocurriendo, al que
posteriormente llegó a ser el absoluto señor del silencio, su vida cada vez más
gris, cada vez más fría, y su mirada cada vez más opaca, la amargura del
abandono no pudo ser librada, a pesar de que motivos tenía, la bulliciosa felicidad
se alejó totalmente.
Así vivió, siendo monarca de sus silentes
ausencias, prisionero pasivo de la amargura cuyo recuerdo le provoca el rictus
de dolor mortuorio que ensombrece su rostro, en este último instante en que su
cuerpo rígido y aún tibio, paulatinamente va relajándose, los músculos se
distienden y esa ausencia de sonido finalmente se quiebra por una voz infantil que dice, adiós padre… tiernas palabras para un hombre dolido, concluyendo
así su lastimoso imperio.
Por fortuna y con una pizca de
optimismo se advertiría un rostro más tranquilo en el justo instante en que
partió. ¿Acaso sería acreedor de gracia divina que en justicia le otorgó
tranquilidad a su alma atormentada?, en Dios esperemos que así haya sido.
Pero para la pequeña, la
sonoridad que apenas iba conociendo por su limitada edad empieza a abandonarla
y en su lugar queda el leve susurro de un viento helado que envuelve a su alma
ante la partida del ya extinto Amo del Silencio, su padre. ¡Salve heredera!
No hay comentarios:
Publicar un comentario