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sábado, 10 de diciembre de 2011

EL AMO DEL SILENCIO



Penosa situación la de una infante en la cabecera del lecho de un anciano que está en sus últimos momentos de existencia, de su cada vez más opaca mirada se adivina que recordando se encuentra, regresan a su mente divagante, sus hazañas compartidas y sus tragedias particulares.

Sólo la pequeña, testigo sollozante, sabe quien esta noche concluirá su vida, será aquel que este mundo seguramente no extrañará aun siendo soberano. En efecto, nos encontramos en las postrimerías de la vida del Amo del Silencio.

De ahí que es fácil comprender el porqué del esbozo de una sonrisa al principio de su agónico final, pues indudablemente recordaría cuando no era más que un plebeyo rodeado de risas y barullo, de niños corriendo, gritando alegremente, de palabras dulces, como dulces fueron los besos y caricias de quien amaba. Ignorante de la soledad propia del silencio, se encontraba en ese momento de su vida, de su feliz existencia.

Al tiempo que avanzaba su edad, la oscuridad crecía imperceptiblemente, desde que la dulce sensación de la embriagante ilusión idílica lo abandonó, marchó con otro, era distinto ya el que probaría de las mieles de los besos y caricias que alguna vez fueron de su total propiedad, no por un dominio impuesto, sino por una renunciación y falsa entrega voluntaria de aquella que al final no resultó más que ser la vulgar protagonista de una farsa llamada amor.

El sigilo pues, se fue apoderando de su vida, los niños alegres crecieron y como es natural ya no había risas y carreras sin sentido. Como usualmente ocurre con cada uno de nosotros, la edad crece irremediablemente y nos volvemos intolerantes a ese tipo de escándalos.

Esto le fue ocurriendo, al que posteriormente llegó a ser el absoluto señor del silencio, su vida cada vez más gris, cada vez más fría, y su mirada cada vez más opaca, la amargura del abandono no pudo ser librada, a pesar de que motivos tenía, la bulliciosa felicidad se alejó totalmente.

Así vivió, siendo monarca de sus silentes ausencias, prisionero pasivo de la amargura cuyo recuerdo le provoca el rictus de dolor mortuorio que ensombrece su rostro, en este último instante en que su cuerpo rígido y aún tibio, paulatinamente va relajándose, los músculos se distienden  y esa ausencia de sonido finalmente se quiebra por una voz infantil que dice, adiós padre… tiernas palabras para un hombre dolido, concluyendo así su lastimoso imperio.

Por fortuna y con una pizca de optimismo se advertiría un rostro más tranquilo en el justo instante en que partió. ¿Acaso sería acreedor de gracia divina que en justicia le otorgó tranquilidad a su alma atormentada?, en Dios esperemos que así haya sido.

Pero para la pequeña, la sonoridad que apenas iba conociendo por su limitada edad empieza a abandonarla y en su lugar queda el leve susurro de un viento helado que envuelve a su alma ante la partida del ya extinto Amo del Silencio, su padre. ¡Salve heredera!

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